La Vanguardia. Jueves, 1 de febrero 1962. Página 4.
La Arquitectura Románica.
Enric Jardí
Monasterio de Sant Martí del Canigó.
Cuando las montañas unían.
Queremos referirnos aquí a ciertas construcciones religiosas, recientemente visitadas por nosotros, que datan de la época en que los Pirineos no eran frontera. No aludimos, ciertamente, al tiempo en que Luis XIV hizo su famosa afirmación al ver colmados sus deseos de que se entronizara un Borbón en Madrid, sino al medievo cuándo, incluso antes de que Europa penetrase en España, con las fundaciones de Cluny, a lo largo de la ruta jacobea, desde un exiguo núcleo territorial que, ni tan solo coincidía con los límites de Cataluña, irradiaban más allá del actual confín hispano-francés, unas formas culturales inéditas representadas por un estilo arquitectónico muy definido: el románico. Una irradiación de años presentida por los eruditos, pero que ahora Alexandre Deulofeu demuestra —al parecer de un modo irrebatible— en un libro en que defiende la tesis de que la arquitectura que denominamos románica, cuya característica fundamental es la utilización de la bóveda, nació en el Ampurdán y no en la Lombardía, como venían repitiendo los tratadistas.
Son dos monumentos radicados en la riente comarca que mereció la calificación maragalliana de «palacio del viento», los que señala el farmacéutico, matemático y hoy arqueólogo figuerense: Sant Quirze de Colera y Sant Pere de Roda, construidos antes del siglo décimo, los primeros edificios religiosos de aquella Europa que empieza a caminar, vacilante, como un niño que aprende a andar que fue la Europa del románico, por cuanto en ellos la techumbre plana, todavía utilizada en las iglesias visigóticas y carolingias, fue substituida por la cubierta abovedada.
El mozarabismo.
Tal innovación artística se difunde, gradualmente, por ambas vertientes del Pirineo. Constituyeron uno de los más eficaces medios de expansión de aquélla, los constructores de oficio, los picapedreros o tallistas itinerantes de origen mozárabe, los artesanos cristianos que emigraron del califato cordobés, hacia el Norte, por allá el año mil, al acentuarse la intolerancia musulmana. Las huellas de su trabajo son evidentes, por ejemplo, en los toscos pero emocionantes dinteles esculpidos que representan el Pantocrátor con los apóstoles, en dos humildes templos roselloneses: Sant Genís les Fonts y Sant Andreu de Sureda (pueblos que se hallan al pie de la carretera que une Le Boulou con Argelés) en los capiteles del interior y en los del claustro —más tardíos— de la catedral de Elna, en un tiempo sede episcopal (uno de cuyos titulares fue el simpático polígrafo franciscano Eiximenis) y en la puerta del claustro de la decrépita abadía de Sant Miquel de Cuixà, en las inmediaciones de Prades.
Las relaciones monásticas y condales.
Los vínculos familiares que ligaban los miembros de las casas condales que ejercieron el dominio de los territorios que fueron independizándose de la Marca Hispánica, tan profundamente estudiados por nuestro Ramón de Abadal, y las múltiples relaciones que, entremezcladas con aquellas de tipo político, derivan del movimiento monástico y especialmente del cluniacense, contribuyeron, en otra buena parte, a la difusión de las formas del románico.
Recordemos el empuje dado por el conde Sunifredo de Cerdeña a la comunidad de Cuixà poniendo, al frente de ella, al abate Gari que completó la construcción del templo y trajo consigo, de una solemne y azarosa peregrinación a Roma, un «dux» veneciano, dispuesto a terminar sus días en el cenobio pirenaico.
Al morir Sunifredo, las posesiones de éste pasaron a su hermano Oliba, apodado «Cabreta», conde de Besalú, a quien sucedieron, a su vez, Bernat «Tallaferro», conde de Gerona y Besalú (las relaciones artísticas entre dicha villa gerundense, cabeza de condado, y las comarcas transpirenaicas se adivinan comparando los arcos de la puerta de la colegiata de Santa María de Besalú con los del pórtico de acceso de la que hoy es iglesia parroquial de Cornellà de Conflent, al pie del Canigó) y Guifré, conde del Rosselló y la Cerdanya, hombre violento del cual se dice que asesinó a su propio hijo, aunque Verdaguer, en su grandioso poema del tiempo de la Reconquista, hace que la legendaria víctima: «Gentil» sea su sobrino, el hijo de «Tallaferro». Tan horrible crimen tuvo, no obstante, su benéfica contraprestación en el campo del arte, puesto que para expiar su falta fundó, en 1026, el monasterio de Sant Martí del Canigó, en un emplazamiento tan soberbio, en una de las estribaciones de aquella montaña, que produce al visitante una honda impresión, como la produjo a «mossèn Cinto», que nos lo describe, en su Inmortal leyenda:
De migdia en l’horrible precipici
penja son peu de pedra l’edifici
que fa glatir l’abisme devorant,
i amb l’altra ferm en roca más segura,
creix y s’aixeca en l’asprada altura,
noi que ha de fer creixença de gegant.
El tercero de los hijos del «Cabreta» fue una personalidad extraordinaria: Oliba, que, sucesivamente, fue abad de Cuixà y de Ripoll y más tarde, obispo de Vic, cuyos monasterios y catedral parecen ligados en el mundo de las significaciones artísticas por unos campanarios muy semejantes que, a su vez, se corresponden con el de Sant Martí, tal como lo percibió el poeta que imaginó, a manera de epílogo del «Canigó», que sostenían un elegiaco diálogo lamentando su ruina y recordando su antiguo esplendor, las dos abadías, la cuixanense y la fundada por Guifré, si bien esta última fue restaurada, a fines del pasado siglo, por el benéfico obispo de Perpinyà, monseñor Carselade.
Una inacabable serie de interferencias.
Son muchas las sugerencias que se desprenden de consideraciones, incluso tan sumarías como estas aquí apuntadas, acerca el florecimiento del románico en uno y otro lado del Pirineo, puesto que no sabemos cuando ni dónde empieza el juego de las mutuas interferencias artísticas. No sabemos explicarnos, por ejemplo, por qué determinados temas de decoración escultórica en los capiteles del claustro de la catedral de Elna —recordamos concretamente unas sirenas— se repiten en los del monasterio de Ripoll. El tema —repetimos— es apasionante y de gran complejidad, pero este no es el lugar más adecuado para tratarlo ni nosotros somos los más indicados para discutirlo.
Enric Jardí.
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