La Vanguardia. Miércoles, 24 de Mayo de 1961. Página 10.
Ecos de la vida literaria.
Al margen.
La cuna del románico.
Pasado mañana, y en uno de los actos finales de la celebración del centenario del Ateneo Barcelonés, disertará sobre Barcelona y la Exposición internacional de arte románico querida por el Consejo de Europa el que es comisario para la misma —en su doble versión barcelonesa y compostelana— Juan Ainaud, director general de nuestros museos de arte. No es de esta sección ponderar el alcance que revestirá la magna muestra —séptima de las decididas por el alto organismo continental— que del 10 de julio y durante los tres meses consecutivos atraerá a España, sin duda, lo más representativo del mundo de las artes y la cultura y al románico valdrá, en adelante, lugar harto más destacado en la historia del arte. Pero la ocasión se me antoja propicia para traer a colación una teoría del farmacéutico Alexandre Deulofeu, matemático de la historia y uno de los cuatro grandes «esventats» figuerenses —como encomiásticamente los titula José María Garrut—, cuyas primicias ofrece la revista «Canigó» de la ciudad de la Santa Cruz.
Contra la antigua pretensión del origen francés del arte románico opone Deulofeu la cronología de los monumentos más antiguos de tal estilo: Sant Pere de Roda (947?), Santa Maria d’Amer (949), Santa Cecilia de Montserrat y Sant Esteve de Banyoles (957), Ripoll (977), Sant Martí del Canigó (1005), inmediatamente seguidos del monasterio de Sant Miquel de Cuixà, Santa María de Ripoll y Sant Benet de Bages y en tiempo en que rastro alguno del mismo arte se encuentra en ningún otro punto de la Península, de Francia y tanto menos de Italia, donde hasta mediado el siglo XI se mantiene el tipo basilical romano de columnas y cubierta plana. Significa con ello que el foco natal del románico se localiza en un triángulo cuya base marcan Santa Cecilia de Montserrat y Sant Pere de Roda teniendo por vértice de la altura Santa María de Ripoll; o más concretamente, en la parte nordeste de la provincia de Girona y unos pocos kilómetros del Rosselló, según un proceso cultural que, junto a la arquitectura, desarrolla una escuela de miniaturistas (Ripoll, Sant Pere de Roda) y, a falta de esculturas, cubre los muros con decoraciones pictóricas siendo la más antigua de las conservadas la de Sant Quirze de Pedret. No sobrio como en sus comienzos sino esplendoroso, produce en el siglo siguiente las grandes iglesias de esta área y aledañas; y siguiendo una constante histórica que Deulofeu ha formulado para las tierras mediterráneas —vale decir, que la actividad humana avanza en dirección oriente-occidente y de sur a norte—, el románico se extiende por Andorra hacia el Rosselló, hacia los confines aragoneses y al Languedoc, y ya en la segunda fase de desenvolvimiento da lugar a las maravillas de la catedral de Jaca (1083), San Juan de la Peña (1094), Santa Cruz de la Seros (1076), catedral de Roda (1067). etcétera, penetrando a seguido en Navarra (Pamplona, 1100), San Vicente de Ávila, Sahagún, León, etcétera, hasta Santiago (1075-1128). Paralelamente, de Jaca irradia a la región tolosana desde donde en el avance hacia Occidente, penetra nuevamente en la Península por los Pirineos occidentales.
Vencido el terror del Milenario, cuando a decir del cluniacense la cristiandad se revistió con la cándida túnica de los nuevos templos, Catalunya, que al compás de su Reconquista fue la antesiñana de este movimiento en Occidente, pudo dar mano a la refección de sus iglesias rurales y, desde los albores del Siglo XII, propiciar el segundo románico, resumen de una evolución realizada a lo largo de más de un siglo. De este momento de plenitud conserva nuestra región un número considerable de monumentos; mayormente en la alta Catalunya, donde la vida monástica era más intensa que en los países de reciente liberación, pero con las conquistas de Ramón Berenguer el Grande alcanzan la Catalunya Nueva, como lo acusarán más tarde, siquiera en lo decorativo, Valencia y Mallorca.
Estilo exquisitamente catalán, o más concretamente ampurdanés —como propugna Deulofeu— se comprende que sus fuentes fueran autóctonas, si para el conjunto de pinturas románicas más importante de toda Europa bastaba la de la escuela de miniaturistas, que a través de maravillas como la Biblia de Sant Pere de Roda o de la de Farfa (realizada en Ripoll) inspirará las decoraciones en los monumentos románicos del resto del continente. Y a este punto Deulofeu aduce el testimonio de G. Richert cuando, en nuestras pinturas murales percibe «la facultad de selección, la materialidad de la representación, la concepción racional que encontramos siempre en el arte catalán» y «un anhelo de claridad y sencillez que es innato en el país».
Que la tesis ampurdanesa tan cálidamente sustentada por Deulofeu, con la extrema proyección de este arte catalán hacia el Languedoc, y el resto de Europa por el norte, hasta Compostela, Extremadura y Portugal por el otro lado, tenga poca o ninguna cuenta del precedente asturiano del aporte mozárabe singularmente en la cuenca del Duero, de las miniaturas de los Beatos, de la gran obra cluniacense, no es cosa para debatir en este lugar. Valga sólo como gráfica explicación de una densidad cultural que, aliada con la que las Cruzadas aparejaran, daría a seguido el esplendor de los trovadores y, tras el drama albigense, la eclosión de una literatura de rango universal, otras dos manifestaciones señeras del genio catalán. Valga también de pórtico al solemne reconocimiento que nos tributa el Consejo de Europa. — M.
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