Alexandre Deulofeu: el pensador global.
D’Estil. Invierno 2016. Número 40.
Juli Gutièrrez Deulofeu.
En 1934, Alexandre Deulofeu publicaba la primera de sus obras. Su título era lo suficientemente evocador: Catalunya i l’Europa futura (Catalunya y la Europa futura). Vivía, el entonces joven profesor, días de euforia y esperanza. Licenciado en Ciencias Químicas y Farmacia, dedicaba la vida a sus grandes pasiones: la Historia y su amada Cataluña. En aquellas fechas pretéritas, Deulofeu ejercía de profesor de matemáticas en el Instituto Ramon Muntaner, de Figueres, y participaba activamente en la vida política municipal, siendo elegido concejal en las elecciones de 1934. Militaba en Esquerra Republicana de Cataluña. Además, era el jefe de redacción de L’Empordà Federal (El Ampurdán Federal), donde, entre 1930 y 1937, escribió más de 200 artículos.
La Guerra, como tantos otros, lo arrastró, y, a golpes de cañonazos, tuvo que buscar refugio en Francia. Se iniciaba un largo exilio que terminaría el 23 de enero de 1947, cuando decidió volver a Cataluña al ser conocedor de la imparable enfermedad del padre.
A partir de ese momento, dejó de lado el activismo político, decepcionado por las malas praxis de sus contemporáneos, y se dedicó en cuerpo y alma a terminar su visión de la Historia, su privilegiada y avanzada mirada devenir de los pueblos. Dicen que esa manera de entender la Historia fue bautizada, por su gran amigo Francesc Pujols, con el nombre de «La Matemática de la Historia».
Fue cuando Deulofeu estudiaba las carreras de Farmacia y Ciencias Químicas que se dio cuenta de la constancia de los hechos biológicos. La biología nos determina a todos, sobre todo en lo más importante. Nacemos con una primera y definitiva finalidad: la muerte. Nacen y mueren los seres vivos, y lo hacen las colectividades, los pueblos, los imperios, las culturas, las civilizaciones. Así lo definía Deulofeu en el volumen primero de La Matemática de la Historia: Naixement, grandesa i mort de les civilitzacions (Nacimiento, grandeza y muerte de las civilizaciones). Pero él fue mucho más lejos. Supo cuantificar esta historia comparada, esta historia seriada; supo conjugar la investigación cualitativa con la cuantitativa, la propia de los grandes científicos, y no tuvo miedo de exponerse públicamente. Por eso llegó a conclusiones que producen escalofríos: cada civilización pervive durante 5100 años, divididos en tres ciclos de 1700 años: uno de preparación; uno de plenitud, original y propio, y un último en el que se vuelve a repetir lo logrado, ahora ya sin alma, y que nos marca el fin de aquel gran proceso cultural. Cada uno de estos ciclos presenta dos fases bien diferenciadas: los primeros 650 años, ligados al fraccionamiento territorial, a la explosión creativa, al arrebato, un canto a la individualidad, a la democracia… Y acto seguido, sin solución de continuidad, se inicia la fase de unificación territorial, aparecen los grandes imperios, se impone un nuevo orden, aparecen los ciudadanos, se renuncia a la libertad y las naciones son sometidas por estas fuerzas centrípetas, vacías de contenido, vacías de alma, muy ordenadas pero incapaces de crear.
La Historia se repite, lo hizo en el pasado y lo hace hoy, y Deulofeu supo aprehender uno de los arcanos mejor guardados, fue capaz de historiar, no sólo el pasado –ni ser sólo un cronista del presente–, sino el futuro; fue capaz de dibujar los vectores directores de la historia futura, unos vectores con un origen y un final determinados y, sobre todo, con una dirección y un único sentido correcto.
Todas sus predicciones históricas, realizadas entre los años 30 y 70, cuando todavía nadie las podía ni reflexionar, se han cumplido inexorablemente, y es por eso que hoy podemos afirmar que Alexandre Deulofeu le ha tomado el pulso al reloj de la Historia. Deulofeu vaticinó la caída de la Unión Soviética antes del año 2000, la reunificación de Alemania y su papel hegemónico en la Europa del siglo XXI, la desintegración de Yugoslavia, el estallido chino o la pérdida progresiva de las colonias españolas, francesas e inglesas.
Hoy los vectores de la Ley de la Historia marcan la derrota del imperio mal llamado español. El año 2029 se cumplirán los 550 años de vida imperial (550 años es la esperanza de vida de todos los imperios, según Deulofeu). Todo comenzó en 1479, cuando se unieron las coronas castellana y aragonesa. De hecho, tanto se valen los significantes. Esto es lo que hace grande Deulofeu. Tenía que pasar. Los territorios peninsulares entraban en la fase unificadora… La comenzaron los Reyes Católicos y la continuó una casa extranjera, la de los Austria, que decidió acabar con las libertades castellanas en Villalar el 1521. Esta fase federal se acababa con el llegada de otra dinastía foránea, los Borbones. Durante los años que siguieron, se acentuó el centralismo, demasiado a menudo gracias a la connivencia entre las oligarquías castellanas y las élites industriales catalanas, demasiado preocupadas en mantener sus privilegios. La España invertebrada se vertebraba gracias al liberalismo, se definía y se constituía en la Constitución de 1812. Poco a poco, se iba engendrando la mentira, esta cogía forma y se arraigaba en el imaginario colectivo. Así debía ser. Hoy, los restos de este proceso unificador derrumban definitivamente. Las nacionalidades vernáculas, sometidas, resurgen después de un largo sueño. La vida del imperio acaba. Ya nada lo puede detener. La Historia otra vez actuará de forma unilateral, no se escuchará nadie y pronto veremos como la Península Ibérica se fragmenta irremediablemente.
Historiador del pasado, de su presente y del futuro.
No podemos olvidar que los pueblos mediterráneos, así como los pueblos de la Europa occidental, se encuentran todavía en plena fase unitarista. Asistiremos, en los próximos años, a la derrota definitiva de todos los viejos estados nacidos con la modernidad. Primero, España, pero detrás vendrá el Estado francés, que hoy presenta síntomas evidentes de decadencia y miseria, y, a continuación, el Reino Unido. Poco a poco, las viejas naciones vernáculas buscarán su lugar en la Europa que ha de venir, una Europa que, como podemos ver, cada día se está convirtiendo en una sombra de lo que hubiera podido ser. Viviremos una auténtica paradoja. Fuerzas centrífugas versus fuerzas centrípetas. Estallarán los Estados y las nacionalidades renacientes conformarán una nueva Europa bajo la égida alemana.
Hoy, el mas Deulofeu, en Ordis, un pueblo pequeño del Empordà, hace un día espectacular, sopla la tramontana justa y los cielos de azur compiten con el sinople juvenil de los campos emergentes. Vivimos un otoño dulce que nos hace ver la vida y el futuro con optimismo. Un futuro que nos permitirá enlazar con la tarea iniciada por nuestros antepasados en los albores del primer milenio. Entonces, los catalanes decidimos reinventar el mundo. Lo habían hecho los sumerios, los egipcios, los griegos, pero todos terminaron siendo absorbidos por el abismo de la Historia. Había que volver a mirar con una nueva mirada. Nuevos significantes para viejos significados. Y decidimos «inventar» el románico, la expresión genuina de la cultura occidental, de la cultura europea, de la cultura, en definitiva, catalana. Sí, Cataluña se convertía en la madre de la cultura europea. Cataluña iluminaba la madrugada de Europa con una hueste de iglesias y monasterios. Al frente, San Pedro de Rodas, el primer ejemplar de un arte con alma propia, Sant Quirze de Colera, San Joan de las Abadesas, Ripoll y tantos otros. Y todo fue posible porque apareció una pléyade de seres excepcionales como el abad Oliva; Gerbert de Orllach, que se convertiría en Papa, el conde Borrell… Pero también fueron catalanes los primeros filósofos europeos, Ramon de Penyafort, Ramón Martín, Llull y Sibiuda; los primeros arquitectos del románico, Abad Garí y el Monjo Selva; los primeros científicos, Arnau de Vilanova, o el mismo Llull.
Este chorro creador sentó las bases morales y espirituales de Europa, una Europa que, como he dicho, hoy hace aguas por todas partes. La ley de la Historia nos dice que serán los futuros emperadores alemanes los que levantarán de nuevo esta Europa agrietada y enferma. Y, cuando estén en el cenit de su poder, querrán hacer como han hecho todos los grandes poderes, querrán saber quiénes son, querrán saber de dónde vienen. Así lo hicieron Alejandro Magno, César e, incluso, Carlomagno. Estos sabían, perfectamente, que eran griegos. Pero los emperadores alemanes, cuando retrocedan la mirada, ya no mirarán hacia Grecia, sino que lo harán hacia los Pirineos, hacia una vieja y hermosa región, Cataluña, y sabrán, entonces, cuál es el origen de Europa. Desde las torres de San Pedro de Rodas hasta las agujas de la Catedral de Colonia, esparcirán por todo el pensamiento catalán, y éste inundará el mundo durante los próximos 1.700 años, como lo hizo, hasta nuestros días, el hoy periclitado pensamiento clásico.