«Adieu a la France» o la imparable decadencia de la «grandeur» (2/2).
Juli Gutiérrez Deulofeu, 18 de enero del 2016, 10:00 h.
En 2013, el historiador Josep Fontana publicaba el libro titulado «El futuro es un país extraño». Decía que la visión de la historia en la que fuimos educados, aquella que nos garantizaba un porvenir de progreso continuado, había dejado de tener validez, y que el futuro se había convertido en un país extraño que se debería descubrir y conquistar.
Por otra parte ya son muchos los ilustres pensadores de la Historia que no pueden evitar el estudio comparado de diferentes momentos y realidades históricas. Un estudio recomendable es el que publicó hizo el profesor John H. Elliot en 2006 bajo el título «Imperios del mundo atlántico» alrededor de las similitudes y las diferencias entre los imperios español y británico. El mismo Elliot junto a otros autores investigó hace una treintena de años en «La decadencia económica de los imperios» las posibles causas que provocan la decadencia de los imperios y se preguntaban sobre las leyes o mecanismos que regulan la secuencia fatal que parece reproducir a gran escala el círculo ontogénico de la vida y la muerte.
Ninguno de ellos, mencionaba, ni menciona aún Alexandre Deulofeu. Deulofeu fue capaz de establecer a partir del estudio comparado de civilizaciones e imperios una ley, biológica, que explicaba perfectamente este mecanismo. De hecho el más trascendente desde mi punto de vista es que obligaba la Historia a introducir el futuro entre sus objetivos de análisis.
De hecho, Deulofeu actuaba como un verdadero investigador. Si se investiga es con el fin de conseguir algo. Si no, es mejor no hacerlo. Las palomas ya vuelan solas.
La Matemática de la Historia, tal vez un nombre poco afortunado con que Pujols bautizó la tesis de Deulofeu, fue recibida básicamente con indiferencia y las pocas voces que opinan la rechazaron. La acusaban de determinista. Y a mí, eso, cuando alguien me lo reprocha todavía me sorprende. De hecho me cuesta entender que una sociedad, tan aparentemente avanzada como la nuestra, no sea capaz de aceptar la fatalidad de nuestra existencia.
Nacemos con una única certeza: la de la muerte y la de la aceptación de los mecanismos fisiológicos y biológicos que determinan nuestro periplo existencial. Lo único que podemos hacer es irnos adaptando al momento que nos toca vivir. Y eso es lo que no se cansaba de repetir Deulofeu. Sí sabemos el momento del ciclo en el que nos encontramos, podemos evitar acciones desgraciadas y favorecer una existencia más dulce y relajada. Más apacible.
Pensemos, antes de retomar el hilo del primer artículo sobre el imperio francés, en la realidad que estamos viviendo estos días en nuestro país. Reconozco que el país, el mio quiero decir, me hace sufrir. Y hablaré pronto si la pereza no me supera. Pero me preocupa especialmente el grado de imbecilidad de los dirigentes del caduco Estado español, último episodio del proceso de unificación territorial comenzado en 1479. Me preocupa su incapacidad de leer la Historia o tal vez su capacidad de manipularla. Incapaces de aceptar lo que está pasando intentan alargar una innecesaria agonía poniendo en peligro la convivencia de los pueblos vernáculos ibéricos.
Volvemos pero a la «Grandeur». El proceso unificador de los pueblos de Francia, del cuerpo imperial, también llega a su fin. Deulofeu puede vivir de primera mano la actitud psicológica de los franceses al comenzar la II Guerra Mundial. Allí se dio cuenta que el imperio francés era un imperio viejo, con estado de ánimo deprimido, sin energía y sólo deseoso de paz. El día en que estalló la guerra no se sintieron charangas, ni se vieron banderas, ni las mujeres besaban a los soldados… todos habrían vuelto a casa con una alegría inmensa. Fueron a la guerra mudos y tristes. De hecho el mismo Deulofeu en sus «Memòries de la revolució, de la guerra i de l’exili» («Memorias de la revolución, de la guerra y del exilio»), describe a menudo el triste papel del pueblo francés bajo el dominio alemán.
Todo iba anunciandose. Apenas parecía que Napoleón, el dictador consecuencia final de la Revolución Francesa, tenía que dominar el mundo, sin solución de continuidad. Friedrich, en 1813, pintaba «El coracero en el bosque» preludio de la gran derrota napoleónica. Se puede ver como un bosque alemán de abetos engulle el soldado que anda perdido hacia su desaparición. El paisaje reivindicaba la potencia que apenas se anunciaba. Alemania se convertía ya en un nuevo actor del tablero de ajedrez imperial.
Hoy Francia se ve abocada a asumir su realidad. Tiene el ejemplo del decadente Estado español, de los errores cometidos en tiempos más recientes. En las manos de los dirigentes franceses se encuentra la clave para lograr un tránsito pacífico hacia la nueva realidad. Hace pocos días Francia celebraba la derrota del Frente Nacional en las elecciones regionales del 13 de diciembre de 2015, pero al mismo tiempo se alarmaban los sectores más jacobinos con la victoria en Córcega de los autonomistas e independentistas.
Francia se ha convertido en el punto de mira del terrorismo islámico con ataques perpetrados mayoritariamente por ciudadanos franceses. Hollande quiere desviar la atención y bombardea Siria matando inocentes y al mismo tiempo decide restringir las libertades de los franceses con el consentimiento de ellos mismos. Pero el gobierno francés es incapaz de detener la constante destrucción de puestos de trabajo, de detener la desindustrialización del país o de hacer frente la discriminación, la segregación étnica y la conversión de las banlieus en guetos donde más de un tercio de sus casi cinco millones de habitantes viven por debajo del nivel de la pobreza. Quizás la Francia laica debería empezar a dejar paso a la nueva Francia religiosa, quizá la Francia jacobina, centralista, debería asumir el inevitable renacimiento de las naciones vernáculas francesas, quizás Francia debería abandonar para siempre la «Grandeur» y asumir que los días de gloria ya son, sólo, un recuerdo, o según se mire el fin de una pesadilla.