Alexandre Deulofeu el historiador del futuro (IV). El exilio en Montpellier y Ramon Llull.
L’Unilateral. Jueves, 1 de Diciembre de 2016.
Juli Gutièrrez Deulofeu. Jueves, 1 de Diciembre de 2016.
La llegada a Montpellier permite a Deulofeu recuperar la calma perdida durante los últimos meses. Inicia una nueva vida y de alguna manera intenta seguir el ritmo que llevan aquellos exiliados que ya hacía tiempo que vivían en Montpellier. Por esta razón frecuenta los espacios donde estos se reunían para hacer tertulia. Bien pronto, del mismo modo que le pasó en Madrid en la famosa «Residencia de estudiantes de San Fernando» cuando asistía de la mano de su gran amigo Salvador Dalí a las tertulias y debates que allí se efectuaban y que contaban con la presencia de primeras figuras de la cultura del momento, como Buñuel, Lorca o Albertí, llegó a la conclusión de que aquellos debates estériles representaban una pérdida lastimosa del tiempo. Para postres cuando un día encontró a un diputado catalán, bastante conocido, ebrio, decidió, indignado, no volver más.
Fue entonces cuando fue a encontrar al Dr. Pesch de la Facultad de Medicina de Montpellier y este le facilita la entrada en la Biblioteca de la Universidad. De este modo cada mañana a las nueve ya tenía su lugar reservado en la biblioteca y allá se estaba hasta el mediodía. Sin duda aquel espacio extraordinario se convirtió en el lugar perfecto para que todo el fabuloso imaginario deulofeuniano fuera cogiendo forma, se fuera estructurando, fuera encajando de manera perfecta para poder acabar dibujando, definiendo la ley que tenía que explicar el pasado, el presente y sobretodo el futuro de los pueblos.
Allá Deulofeu era capaz de abstraerse de la terrible realidad que vivía y se sumergía en una vorágine de nombres, de situaciones, de momentos históricos que iban construyendo un edificio intelectual de una solidez indiscutible. La historia de la Humanidad se había ido conformando a sacudidas, y de vez en cuando, muy de vez en cuando, en diferentes lugares del mundo, en diferentes momentos de la larga historia humana, despertaban territorios que dotaban a la historia de nuevos argumentos, o esto parecía. Había pasado en Mesopotamia, en Egipto, en Grecia. Se levantaban impresionantes civilizaciones que una y otro vez quedaban hundidas, tragadas por un abismo que parecía definir el fatal destino de la Humanidad. Deulofeu decidió mirar la historia desde un otra perspectiva y de este modo fue capaz de cuantificarla, estudiando las diferentes maneras como el ser humano había intentado, sin demasiado éxito, explicar los porqués de su paso por el mundo. ¿Y ahora qué? –se preguntaba–. Ahora, ¿donde estamos? ¿Respondía la civilización occidental, dicha también románica a las mismas directrices que las otras? Nada hacía pensar que no fuera así. Otra vez la misma y vieja historia, otra vez la historia que se repetía, sin solución de continuidad los humanos repetían los mismos errores. En Montpellier, en la biblioteca, las paredes parecían hablarle. Por todas partes la pasada grandeza catalana se hacía presente. Un pasado tan alejado, tan hundido bajo la pisada de los imperios que la habían intentado exterminar. Deulofeu llevaba tiempo buscando la cuna de la cultura occidental. Había seguido el rastro en Italia, como decían tantos y errados intelectuales. Pero en los viajes que hizo en época musoliniana constató aquello que ya imaginaba. En Italia no había vestigios de construcciones románicas. En Italia se respiraba, se tocaba, la herencia greco-latina. Pero de románico nada de nada, sólo en el norte del país y aún así, con unas fechas muy avanzadas, de los siglos XII y XIII. Solo en Milán encontró una iglesia de finales del s. XI, San Ambrosio. Removiendo entre los libros de arte medieval de la biblioteca llegó a la conclusión de que todos los eruditos franceses estaban de acuerdo en el hecho de que el románico aparecía en Francia hacia el año 1050. Pero no identificaban el punto de partida. Deulofeu se emperró a encontrar la cuna de su cultura, a entender sus significados, aquellos que la convertían en la última de las miradas, en el último intento de explicar la realidad.
La metafísica deulofeuliana le llevó a una afirmación sin precedentes. Cataluña era la madre de la cultura europea. Europa toda, despertaba a una nueva realidad cuando los antepasados catalanes decidieron iluminar la madrugada del Viejo Continente. Toda cultura tiene una cuna, el Éufrates y el Tigris, el Nilo, las costas de la Jonia. Europa despertaba después de un largo sueño de siglos, en un espacio, pequeño, lo hacía a ambos lados de los Pirineos, lo hacía poco antes de la gran claridad del año 1000, lo hacía en el Ampurdán y en el Rosellón, y por extensión Cataluña se convertía entonces en la primera potencia intelectual de una Europa que apenas empezaba a ser.
Alrededor del año 1271 Ramon Llull pisó la catalana ciudad de Montpellier. Una ciudad entonces con una extraordinaria vitalidad intelectual. Tenía tres especialidades universitarias, la más antigua la Facultad de Medicina. En su magnífica biblioteca Llull se nutrió de conocimientos, indispensables, para construir una obra insuperable. Forma parte de aquella generación de filósofos catalanes que serán capaces de dotar al pensamiento europeo de una personalidad propia. Eran capaces de superar la herencia clásica y crear un mundo de nuevos significantes medievales que dotaban al periodo de una indiscutible autonomía intelectual.
Hoy ya parece desterrada del todo aquella idea, expresada tan cruelmente por Petrarca y abrazada incomprensiblemente por los humanistas, que nos presentaba la edad medieval como una época oscura y rechazable. Hoy el pensamiento medieval se nos presenta diverso, crítico, polémico. Pero todavía son pocos, los que osan apoyar a la afirmación de Deulofeu de que la considera la fase más esplendorosa de todo el ciclo occidental. Se continúa destacando el diálogo con la filosofía griega, idea que nos lleva a la inexplicable claudicación de los humanistas que rechazan todo el proceso intelectual, científico, y sobre todo original que inician los pensadores catalanes. Cuando se habla de filosofía medieval, se citan nombres importantes, sin duda como Averroes, Maimónides, Aquino, Ockham. Pero nadie recuerda a Sant Ramon de Penyafort (1185-1275), que es capaz de plantear las primeras dudas religiosas cuando escribe Suma de Poenitentia, en que rechaza la intolerancia religiosa y abre las puertas de la filosofía occidental. O a Ramon Llull, al cual su biógrafo, el doctor Pere Villalba, autor de Ramon Llull esencial, califica de gigante de la cultura, apóstol del multiculturalismo y del entendimiento entre los pueblos. Y poco antes de que el proceso creador catalán agotara su manantial, en las tierras occitanas, aparecía la primera manifestación del idealismo filosófico con Ramon Sibiuda. Sibiuda (1436), por primera vez y avanzándose a Descartes, a quien le abre el camino, sitúa, en el primer plano filosófico, al hombre.
Pero quiero acabar este papel recordando el papel principal de Ramon Llull en la construcción del pensamiento occidental, cuando se cumple el séptimo centenario de su muerte. Con cierta preocupación, sobre todo por el incomprensible silencio que ha acompañado una fecha tan señalada. Ya he citado al doctor Pere Villalba, y ahora aprovecho para felicitar al artista y pensador Alfonso Alzamora que se empeñó, y lo consiguió, a expresar plásticamente dos de los grandes monumentos mentales de Llull: La escalera del entendimiento y el árbol de la ciencia.
La escalera del entendimiento –explica Alzamora– tiene ocho peldaños, cada uno con un valor filosófico concreto. Simboliza un camino de perfección, con ocho fases ordenadas, clasificadas, jerarquizadas en orden ascendente. Una vez completadas («entendimientos»), con éxito tendrían que llevarnos al conocimiento de Dios.
Audaz objetivo, sin duda. Llull, toma ante el problema religioso, una actitud limpiamente racionalista. Aspira en el terreno puramente lógico a establecer una ecuación perfecta entre los términos fe y razón. La obsesión constante de Llull fue la unificación de todo el saber humano, que cristalizó en El árbol de la ciencia. Representa el paso definitivo hacia el realismo filosófico. Exactamente igual que en el momento correspondiente del ciclo filosófico griego. Pero ahora viste con la mirada genuina y original del pensamiento occidental, del pensamiento catalán. Sin duda, Ramon Llull, aquel que a quién todo el mundo denomina, pero nadie conoce, en realidad –como dice Alzamora– es uno de los padres del pensamiento europeo moderno. Los catalanes lo desconocemos, como desconocemos el papel de Cataluña en la construcción de Europa. Curiosamente, o quizás no tanto, en 1957 se fundó el Raimundus-Lullus-Instituto en la Universidad de Freiburg im Breigsgau, donde todavía se continúan editando las obras latinas de Ramon Llull.